La calidad ética de una sociedad depende de su capacidad de resolver sus conflictos de manera pacífica. La buena acogida de los recién llegados depende del trabajo, las infraestructuras y la distribución equitativa de los contingentes, evitando formas de segregación. Pero también depende de las actitudes de los anfitriones y de los huéspedes.
Hay que romper tópicos negativos, hay que tender puentes de diálogo, plataformas de prevención de conflictos, para evitar problemas mayores. Es esencial dejar de ver en las personas inmigradas una fuente de problemas. Hay que ver en ellas posibilidades, no solo en el ámbito económico, también en el crecimiento cultural y social del país. No es correcto ver en el inmigrante solo un portador de contravalores que viene a desarticular nuestra frágil convivencia. Tampoco es juicioso plantear el encuentro en términos frívolos. Hay conflicto de valores, pero se puede resolver a través de la educación y de la mediación. Ante las actitudes xenófobas, hay que evitar la política de acción-reacción y asentar con firmeza la conciliación. Solo podemos tender puentes si nos fijamos en lo que nos une, en las necesidades compartidas, independientemente de nuestros orígenes. Es bueno que los recién llegados conozcan los valores y tradiciones de nuestro país. La escuela es un gran laboratorio de integración, lugar de encuentro intercultural e interétnico en el que se da a conocer la cultura de referencia. Hay que creer que las nuevas hornadas no traerán incrustadas en la mente los prejuicios y los tópicos que sufren sus padres y sus abuelos, que serán capaces de vivir con naturalidad la diferencia.
Una sociedad decente es hospitalaria, acoge y da posibilidades a los que no tienen. Los flujos migratorios no son deseados, sino consecuencia de la injusticia planetaria que mueve a miles de seres humanos a buscar un futuro en el Norte. Nosotros, en su lugar, haríamos lo mismo para poder alimentar a nuestros hijos.

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